Durante muchos años pensé que aprendemos estudiando, escuchando a profesores, maestros o mayores, en definitiva autoridades externas que poseen mayor conocimiento que nosotros y de las que bebemos ese conocimiento que de algún modo hemos de memorizar. Además estas autoridades educativas nos corrigen los errores y nos guían por el camino correcto. Pero con el tiempo fui descubriendo que aprendemos más bien de otra forma.
En realidad aprendemos haciendo, experimentando, curioseando y probando, equivocándonos y volviendo a probar. Disfrutando de cada pequeño logro y perseverando tras cada pequeño desencuentro. Así es como aprendimos a andar siendo bebes, o como aprendimos a dibujar y pintar, a construir un Mazinger-Z con Lego, o arreglar un pinchazo de la rueda de la bici. Y esa gran satisfacción que nos produjo el logro propio, el descubrimiento, fue la que nos lleno de fuerzas y motivación para poder sobreponernos de futuros intentos fallidos por adquirir un nuevo aprendizaje. Así es como también aprendí a cocinar. Primero tortilla francesa, luego tortilla de patatas, luego un guiso sencillo,… hasta llegar a sofisticadas recetas orientales. No intentamos cocinar una paella el primer día, vamos marcándonos objetivos estimulantes, en los que las destrezas, habilidades y conocimientos están un poco más allá de los que actualmente tenemos, pero no tan alejados como para frustrarnos y desmotivarnos por un probable fracaso ante el gran salto en el nivel de dificultad. Como se suele decir en el argot de la innovación o el emprendedurismo, tenemos que salir de nuestra zona de comfort, pero manteniendonos en una zona próxima a la zona de comfort para limitar, a niveles manejables, la frustración o la ansiedad que produce lo desconocido.
Tampoco nos exponemos a un juicio sumario, por ejemplo invitando a todos nuestros amigos a una comida el primer día que probamos una nueva receta. El juicio condiciona, coarta e inhibe la creatividad y la experimentación. Cuando siendo bebes nos caíamos, no nos decían: «lo ves, ya te he dicho que no te pusieras de pie, que te ibas a partir la crisma!». Al contrario, nos animaban con ternura para que nos sintiéramos seguros para incorporarnos e intentar dar un nuevo paso.
Con el tiempo y la experiencia, con la observación y la reflexión comprendí que a las personas no se les enseña, las personas aprenden. Desde esta perspectiva, comprendí que la mejor función del educador (profesor, padre, o madre) es acompañar al alumno en su descubrimiento, sin juzgar, dando las respuestas que necesita, o más bien haciendo las preguntas que necesita responderse, sin robarle sus propios descubrimientos, sus merecidos logros y satisfacciones, sin estigmatizar por los errores, sino más bien viéndolos como lo que son, una aprendizaje adicional.
«No he fracasado. He descubierto mil formas diferentes de no hacer una bombilla»
Thomas Alva Edison
Así pues, como educadores, resulta esencial aprender a ver la sabiduría interior en cada niño, para acompañarle a descubrirla, a descubrir y cultivar ese talento y vocación que cada uno tiene de modo que pueda brillar con luz propia en todo aquello que haga.
Tino Barber